Albert Gleizes y Jean Metzinger

Sobre el cubismo
París 1912

El cuadro lleva en sí mismo su razón de ser. Es posible, impunemente, llevarlo de una igle­sia a un salón, de un museo a una habitación. Esencialmente independiente, necesariamente total, no tiene por qué satisfacer inmediatamen­te al espíritu sino, por el contrario, debe arras­trarlo poco a poco hacia las profundidades ficticias en las que vela la luz ordenadora. No concuerda con tal o tal otro conjunto, concuer­da con el conjunto de las cosas, con el univer­so: es un organismo.


Georges Braque

Pensamientos y reflexiones sobre el arte

En arte, el progreso no consiste en la extensión sino en el conocimiento de sus límites.
La limitación de los medios proporciona el es­tilo, engendra la forma nueva e impulsa la creación.
Los medios limitados hacen el encanto y la fuerza de las pinturas primarias. Por el contrario su extensión conduce a las artes de la decadencia. A medios nuevos, nuevos temas. El tema no es el objeto, es la nueva unidad, el lirismo que brota enteramente de los medios. El pintor piensa en términos de forma y color. La finalidad no consiste en la preocupación por
reconstituir un hecho anecdótico, sino en constituir un hecho pictórico.
La pintura es un modo de representación.
No se debe imitar lo que se quiere crear. No se imita la apariencia; la apariencia, es el re­sultado.
Para ser imitación pura, la pintura debe hacer abstracción de la apariencia.
Trabajar del natural, es improvisar.
Hay que precaverse de una fórmula que sirva para todo, adecuada para interpretar tanto las otras artes como la realidad y que en lugar de crear, no produciría nada más que un estilo, o más bien, una estilización.
Las artes que se imponen por su pureza no han sido jamás artes que sirvan para todo. La escul­tura griega y su decadencia, entre otras, nos lo enseñan.
Los sentidos deforman, el espíritu forma. Tra­bajar para perfeccionar el espíritu. No hay certi­dumbre sino en lo que el espíritu concibe.
Un pintor que quisiera hacer un círculo no haría más que un redondel. Puede ocurrir que la apariencia lo satisfaga, pero de todos modos dudará. El compás le otorgará la certidumbre.
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La nobleza proviene de la emoción contenida.
La emoción no debe traducirse mediante un temblor emocionado. No debe ser agregada ni debe ser imitada. Ella es el germen, la obra es la floración.
Amo la regla que corrige la emoción.
Publicado en la revista Nord-Sud, París 1917


Joaquín Torres García


La pintura

Lo que hay, es que, en el momento emocional, el artista no se siente trabado por ninguna regla, y, derecho co­mo una flecha, va a su objetivo. Al tomar, pues, sus pinceles, a pesar de lo mucho que sepa, ha de sentirse libre; sin esa libertad total, no hará nada que valga. El abandonar las re­glas es cosa grave, pero lo es, tanto y más, el ser prisionero de ellas.
La Recuperación del Objeto, Montevideo, 1952.

La pintura es obra de amor, desde el naturalismo hasta el arte universal esquemático. Por esto, quien haga una determinada pintura sin sentirla, artísticamente es un suicida. Y además, que sea en el terreno que sea, nadie debe negarse a sí mismo. Y piense que si es pintor, siempre hará pintura. En cambio falseándose, seguramente la hará sólo a medias. En­tréguese cada uno a su pasión; éste es el mejor consejo. (1949).
La Recuperación del Objeto, Montevideo, 1952. (326)


Tono

El tono es un sincronismo entre dos escalas de valores: una, que va del blanco absoluto, al negro; y otra de diferentes tintas apoyándose en esa escala. Entonces, la tinta, o sea el color adquiere peso, se ordena, y, por esto, a los tonos, se les llama muy justamente, valores.
La Recuperación del Objeto, Montevideo, 1952.

Para decirlo en una palabra: donde sólo se ha pintado por colores (tintas) no puede haber armonía, no hay valores establecidos, equilibrio. Para realizar esto el color ha de entrar en el tono. Por esto se dice que un cuadro está entonado o no. Y siempre esto será una cantidad de NEGRO, que entra en su composición (se habrá disminuido la canti­dad de color para ponerlo a tono); o bien será de BLANCO, con el mismo objeto, en el otro extremo de la escala. Y ya se ve, que han de entrar entonces los GRISES en el juego; y. por esto también, es que se dice que en el gris está el pintor.
El color, podríamos decir que, por sí solo, no existe; exis­te con relación al negro y al blanco, es decir, con lo que ya no es color. Lo que le da pues valor al color, es el negro y el blanco y también el gris.
Estructura, Montevideo, 1935.

Como un medio socorrido, puede usarse, del blanco y del negro (como queda apuntado más arriba) para llegar al tono, pero, en realidad, no se llega al verdadero tono sino por la mezcla de los diferentes colores. El verdadero tono debe conseguirse mezclando colores. (1935).
Universalismo Constructivo

El insistir, Beethoven, sobre el hecho musical so­bre cualquier elemento expresivo, es lo mismo que hallamos en Velázquez al darnos, por equivalentes plásticos (manchas muy destacadas, oscuras, que ya no son el claroscuro habitual) y de las cuales emergen, por sucesivas gradaciones, zo­nas luminosas. Y al efectuar esto, no por diversos colores, ni por una mayor gradación de luminosidad en ellos, sino por tonos, es decir, por un verdadero contrapunto de pasajes -que no quiere decir gradaciones en un solo color. sino gra­daciones o pasajes en tonos diversos, creando de continuo ar­monía y oposición- y de ahí la vida. (1938).
Universalismo Constructivo

Me explicaré mejor: quiero decir, que en una bue­na pintura, los tonos deben estar puestos todos en frontalidad; es decir, en equilibrio, sin que haya huecos y sin que ninguno se salga del tono, o sea de la superficie del lienzo, y esto, es casi lo más importante de una obra; es decir, que esté entonada.
Lo Aparente y lo Concreto en el Arte, Fasc. 1, II, III, IV, V. Montevideo, 1948.

Cuando un pintor a tres dimensiones consigue el tono, piense que ya no recoge la luz del día, pues el tono está en lo abstracto, y allí ni es de día ni de noche, pero, que hay tal relación con la luz real que, sin serlo, y como por arte de magia, nos transporta a lo real.
La Recuperación del Objeto, Montevideo, 1952.

La cosa está dicha en pocas palabras: el tono o valor, pertenece a un orden ideal: cada tono está visto y sen­tido en lo universal, mientras que el color ni es pensado ni visto en tal forma. El tono es construcción, no el color.
La Recuperación del Objeto, Montevideo, 1952.


Universalismo

La pintura y la escultura no deben ser solamente plásticas, sino que deben tener un sentido moral profundí­simo y en cierto modo manifestar el sentido filosófico que el artista pueda tener del mundo; por eso diremos que, en cierta manera, aquellas artes son simbólicas, aunque dándole a esa palabra un sentido muy amplio.
Notes sobre Art, Gerona, 1913.

Pero hay que hacer una aclaración importante: no basta que una obra sea bien estructurada en cuanto a que sus partes estén bien acordadas, que si este acorde no está, a su vez, en la total armonía, esto es, en correspondencia o relación con un concepto de universo, podrá ser aún una obra perfecta, pero le faltará profundidad y grandeza (y sentido humano), que no puede venir sino de estar configurada al uní­sono con esa universal armonía.
Por esto, si el artista no posee ese concepto de Universo (y bien pocos habrán pensado en ello), su obra tendrá que ser chica, y entonces, ni aun la sabia regla de componer habrá de valerle. Cosa que quizá fue llana en otro tiempo, en que se poseía, al parecer, otra conciencia del existir y de vivir, y se creía en otro destino, pero que hoy resulta un camino de­masiado escondido. (1934)
Universalismo Constructivo

Necesitaría, el hombre, entrar en una metafísica, puesto que tiene un alma, y nada le habla en ese sentido verdadero. El creador de mitos y signos de verdad, el poeta y el artista, no le hablan de eso. Y ¿cómo podrían hablarle si ellos mismos han perdido el sentido de eso, el camino? Desde que el arte dejó de traducir esa verdad (o mejor, des­de que el arte dejó de ser esa verdad, y tanto por su espíritu como por su íntima estructura, realización, al fin, plásticamente de la verdad), desde que dejó de ser eso, fue como la cortesana (no como la esposa), objeto de lujo y de placer. La creación de la belleza fue su objeto (y hoy desgraciadamente ya nadie duda de eso) y por lo cual ya jamás ha vuelto a su cauce.
Tienen, la religión de la verdad, y el arte, raíz común. A tal punto se abrazan que acaban por confundirse, y por esto han tenido que morir juntamente. (1935)
Universalismo Constructivo

Pero por positivo y falto de fe que sea el hombre de hoy, y salvo excepciones, en el fondo, tiene y aunque no quiera confesarlo, necesidad de una metafísica. De ahí que, modernamente se hayan remedado esas expresiones primitivas, .y también de que, mitos y leyendas, hayan pasado a todas las artes. Y otro hecho : de que cuando el arte, desentendién­dose de todo eso, ha querido marchar solo, de frente a la realidad y sin ese apoyo, ha perdido fuerza y grandeza.
Desde muchos años, dándome cuenta de todo eso, al fin traté de abordar el problema resueltamente. No llegué a me­diano resultado, sino por etapas, habiendo tomado la cosa desde el principio. Mi consideración tuvo un doble aspecto, aunque sólo una raíz; pues intuía en aquel momento, que lo que debía ser base de la estructura artística, debía ser también base de la estructura del universo: la unidad. Surgió en­tonces de esto, la figura del hombre universal, su correspon­diente esquema plástico, que ha perdurado a través de mis obras constructivas. Lo universal, entonces, se destacó plena­mente; fue, para mí, una verdadera clave.
Lo Aparente y lo Concreto en el Arte, Fasc. 1, II, III, IV, V. Montevideo, 1948.

Los números, las figuras geométricas, corresponden a algo universal que poseemos: el hombre despierta a algo muy hondo. Los números están en concordancia con el movimiento de los astros, y con nosotros, con todo. (1936)
Universalismo Constructivo
Jean Dubuffet

Posiciones Anticulturales

Parece como si en el terreno del arte -como en to­dos los demás - se produjera en este momento un serio cambio en la orientación de numerosos espíritus.
Ciertos valores tenidos durante largo tiempo por fir­mes e indiscutibles comienzan a parecer dudosos para no decir totalmente falsos; otros valores que se descuidaban o hasta se consideraban despreciables se revelan de repen­te entre los más preciosos. Sin duda, ello obedece en gran parte al mejor conocimiento que desde hace una cincuen­tena de años tenemos de las civilizaciones llamadas pri­mitivas y de sus propios modos de pensar. Sus produc­ciones artísticas han desconcertado y preocupado mucho al público de Occidente.
Comenzamos a preguntarnos si nuestro Occidente no debe aprender de esos salvajes. A lo mejor en muchos terrenos sus soluciones y sus vías, que se nos antojaron tan simplistas, son finalmente más sagaces que las nues­tras. Pudiera ser que en fin de cuentas las simplistas fue­ran las nuestras. Pudiera ser que el refinamiento, la cere­bralidad, la profundidad, estuvieran de su parte y no de la nuestra.
En lo que me concierne, tengo en alta estima los va­lores del salvajismo: instinto, pasión, capricho, violencia, delirio. No pretendo ni mucho menos que, nuestro Occi­dente carezca de dichos valores; al contrario, pero los va­lores ensalzados por nuestra cultura no me parecen co­rresponder al verdadero movimiento de nuestro pensa­miento. Nuestra cultura es un ropaje que no nos sienta bien, que en cualquier caso ya no nos sienta. Esa cultura se parece a una lengua muerta que nada tiene de común con el lenguaje de la calle. Es cada vez más extraña a nuestra vida real. Está confinada en unas camarillas muer­tas, como una cultura de mandarines. Ya no tiene raíces vivas.
Aspiro a un arte que esté conectado directamente con nuestra vida corriente; un arte que arranque de esa vida corriente, que pertenezca a nuestra existencia real y sea la emanación inmediata de nuestros verdaderos humores.
Deseo concretar ciertos extremos sobre los cuales no estoy de acuerdo con nuestra cultura.
Uno de los principales aspectos del humor del Occi­dente consiste en atribuirle al ser humano una naturaleza muy distinta a la de los demás seres. No cabe asimilarlo ni compararlo en lo más mínimo a unos elementos como el viento, el árbol o el río, a no ser en broma o figura poética.
Occidente siente un gran desprecio por el árbol y el río. Detesta parecérseles. Por el contrario, el «primitivo» ama y admira el árbol y el río; le agrada mucho parecerse a ellos. Cree en una similitud real entre el hombre, el árbol y el río. Tiene un sentido muy hondo de la conti­nuidad de todas las cosas y especialmente de la que va del hombre al resto del mundo. Esas sociedades «primi­tivas» sienten seguramente un respeto mucho mayor que el occidental hacia todos los seres del mundo. No con­templan el hombre como el amo de todos ellos, sino úni­camente como uno de ellos.
El occidental cree que su pensamiento está capacita­do para tener un perfecto conocimiento de las cosas. Está persuadido que el paso con el que anda el mundo es el mismo que el de su razonamiento. Está convencido que las normas de su razón y especialmente las de su lógica están bien asentadas.
El «primitivo» tiene mayormente un sentimiento de debilidad en cuanto a la razón y la lógica se refiere y confía más buenamente en otras vías para conocer las cosas.
Por eso mismo siente tanta estima y admiración por los estados espirituales que llamamos delirios. Debo con­fesar que los delirios me inspiran el más vivo interés. Estoy persuadido que el arte tiene mucho que ver con los delirios.
Seguidamente, quiero hablar del gran respeto que la cultura occidental siente por las ideas elaboradas. Las ideas elaboradas no parecen ser la mejor parte de la fun­ción humana. Se me antojan más bien como un debilita­do grado del proceso mental: un plano en el que los me­canismos mentales llegan empobrecidos, una especie de corteza externa debida al enfriamiento.
Las ideas son como el vapor, que se convierte en agua al tocar el plano de la razón y la lógica.
No creo que lo mejor de la función mental se sitúe en ese nivel de las ideas. No es a ese nivel que me inte­resa. Aspiro más bien a captar el pensamiento en un pun­to de su desarrollo que precede ese nivel de las ideas elaboradas.
Todo el arte, toda la literatura y toda la filosofía de Occidente se ejercen en ese nivel de las ideas elaboradas. Mi propio arte, mi propia filosofía, provienen enteramen­te de unos niveles más subyacentes. Intento captar el mo­vimiento mental en el punto de sus raíces más reculado posible, allí donde, estoy seguro, la savia es mucho más rica.
La cultura de Occidente está encariñada con el aná­lisis y me gusta poco el análisis, tengo poca confianza en él. Se piensa que todo puede revelarse a través de la de­sarticulación y la disección de todas las partes y el estu­dio ulterior de cada una de ellas.
Mi propio impulso se halla en el lado opuesto. Por el contrario me inclinaría más en bloquear siempre unos conjuntos. Tan pronto como un objeto se disloca aunque no más sea en dos partes, lo considero perdido para mi estudio: me siento más alejado y en ningún caso más cer­ca de él.
Tengo la impresión muy honda de que el inventario de las partes no rinde cuenta en absoluto del todo.
Cuando deseo ver bien una cosa, me inclino a contem­plarla al mismo tiempo con cuanto la rodea. Si deseo conocer ese lápiz que tengo sobre la mesa, no fijo mi mi­rada en el lápiz sino en el centro de la habitación, procu­rando ver, conjuntamente, el mayor número posible de objetos.
Cuando en el campo hay un árbol, no lo transporto a mi laboratorio para examinarlo bajo el microscopio, por­que creo que el viento que sopla sobre las hojas es im­prescindible para conocer el árbol y no puede excluirse de él. Lo mismo diré de los pájaros que están en las ra­mas y de su canto. Mi talante espiritual estriba en agregar siempre más de todo lo que rodea el árbol y de cuanto rodea lo que rodea al árbol.
Me he detenido en ese punto por considerar que esa manera de ser espiritual es un factor importante del as­pecto de mi arte.
El quinto punto es que nuestra cultura se basa en la confianza total que le asignamos al lenguaje (especialmen­te al lenguaje escrito) y en la creencia en su capacidad de traducir y elaborar el pensamiento. Sin embargo, eso me parece un error. El lenguaje me causa el efecto de una taquigrafía tosca, muy grosera; de un sistema de signos algebraicos muy rudimentarios que deterioran el pen­samiento en lugar de servirlo. La palabra, ya más con­creta que el escrito, animada por los timbres y las tona­lidades de la voz, por un poco de tos, algunas muecas, toda una mímica, me parece así mucho más eficaz.
Me parece que el lenguaje escrito es un pésimo ins­trumento de comunicación, sólo ofrece del pensamiento un cadáver: lo que la escoria es al fuego. Y como instru­mento para pensar, entorpece el fluido y lo desvirtúa.
Creo (y en ello estoy de acuerdo con las llamadas ci­vilizaciones primitivas) que la pintura, más concreta que las palabras escritas, es un instrumento mucho más rico que ellas para comunicar el pensamiento y elaborarlo.
He dicho que lo que más me interesa del pensamien­to no es el momento en el que se cristaliza en unas ideas formales, sino sus fases anteriores.
Ruego que vean en mi pintura una tentativa de lengua­je conveniente a esas zonas del pensamiento.
Llego a mi sexto y último punto y deseo referirme a la noción de belleza adoptada por Occidente.
En primer lugar, les diré en qué aspecto mi concepto se aleja del modo usual de ver las cosas.
Generalmente se opina que. hay objetos que son bellos y otros que son feos, personas hermosas y personas feas, lugares hermosos y feos.
Para mí no hay nada de eso. A juicio mío, la belle­za no está en ninguna parte. Considero esa noción de belleza totalmente errónea. Me niego absolutamente a aceptar que existen personas feas y objetos feos.
Me parece consternante y ello me subleva.
Creo que los griegos fueron los inventores de esa idea según la cual unos objetos son más bellos que otros.
El así llamado salvaje no cree en absoluto en todo eso. No entiende lo que quieren decir con su belleza. Y hasta es precisamente la razón que le vale el ser llamado salvaje. Ese nombre reservado para el que no compren­de que hay cosas hermosas y otras feas y no tiene preo­cupaciones de esa índole.
Lo extraño es, que desde hace siglos y más siglos (y hoy más que nunca) el occidental viene discutiendo acer­ca de cuales son las cosas bellas y las feas. Nadie pone en duda que la belleza existe, pero no es posible encon­trar a dos personas que se pongan de acuerdo sobre los objetos que se hacen acreedores a la misma. De un siglo a otro, cambian esos objetos. En cada siglo nuevo, la cultu­ra de Occidente proclama bello lo que se tenía por feo en e1 siglo anterior.
La explicación facilitada a esa incertidumbre es la de que la belleza, aun existiendo ciertamente, se ve sustraída a los ojos de muchas personas. El discernimiento de la belleza necesitaría un sentido especial del que mucha gen­te no estaría dotada.
Asimismo-se considera que es posible desarrollar ese sentido, mediante unos ejercicios y hasta suscitarlo en los individuos que carecen de él. Para eso existen unas es­cuelas.
En dichas escuelas, el profesor expone a sus alumnos que existe ciertamente una belleza de las cosas, pero in­mediatamente ha de agregar que se discute acerca de cua­les están dotadas de ella y que hasta la fecha aún no se ha logrado establecerlo. Invita a sus discípulos a estudiar a su vez el problema y así, el asunto continua pendiente de una generación a otra.
No obstante, esa idea es una de las cosas a las que nuestra cultura asigna más valor. Es costumbre conside­rar esa fe en la existencia de la belleza y el culto que se le rinde, como la justificación capital de la civilización es inseparable de dicha noción de la belleza.
Esa idea de la belleza se me antoja como una flaca y poco ingeniosa invención. Me parece mediocremente exal­tante. Nos afligimos al pensar en las gentes a las que se negaría la belleza por tener la nariz torcida o ser dema­siado gordos o viejos. No consigo encontrar muy excitan­te la idea de que nuestro mundo está formado en su ma­yor parte de objetos y de lugares feos, mientras que los objetos y lugares dotados de belleza serían los más raros y difíciles de encontrar. Me parece que, al abandonar esa idea, Occidente no perdería mucho. Si tomase conciencia de que cualquier objeto del mundo es capaz de constituir para quienquiera que sea una base de fascinación y de iluminación, sería una gran ventaja. Creo que esa idea enriquecería la vida más que la idea griega de la belleza.
¿Qué pasa ahora con el arte? Desde los griegos, la finalidad del arte es supuestamente la invención de las bellas líneas y armonías de colores. Una vez abolida esa noción ¿en qué se convierte el arte?
Se lo voy a decir. Entonces, el arte recobra su auténtica función, mucho más eficiente que la ordenación de las formas y los colores para un supuesto placer de los ojos.
La función de ensamblar unos colores en agradables ordenaciones, no me parece muy noble. Si la pintura con­sistiese en eso, no dedicaría seguramente ni una hora de mi tiempo a esa actividad.
El arte llama al espíritu y no a los ojos. Es bajo ese ángulo cómo siempre lo contemplaron las sociedades «pri­mitivas», y están en lo cierto. El arte es un lenguaje: un instrumento de conocimiento y un instrumento de comu­nicación.
Creo que el entusiasmo de nuestra cultura por la es­critura, al que me referí hace un rato, la llevó a consi­derar la pintura como un lenguaje grosero, rudimentario, apto únicamente para los analfabetos. Luego de lo cual se inventó, para dejarle al arte alguna razón de ser, ese mito de la belleza plástica que, en mi opinión, es una impos­tura.
Ya he dicho y lo repito una vez más, que la pintura es para mí un lenguaje mucho más rico que el de las palabras. Es totalmente ocioso buscarle al arte otras ra­zones de ser.
 La pintura es un lenguaje mucho más inmediato que el de las palabras escritas y, a la vez, mucho más carga­do de significación. Opera con signos que no son abstrac­tos e incorpóreos como las palabras.
Los signos pictóricos están mucho más cercanos de los propios objetos. Además, la pintura manipula unas ma­terias que son a su vez unas sustancias vivas. Por esa razón permite llegar mucho más lejos que las palabras en la aproximación a las cosas y su evocación.
La pintura también puede evocar a discreción -y eso es muy digno de destacar- las cosas más o menos, quiero decir: con más o menos presencia. En todos los grados entre el ser y el no ser.
Finalmente, la pintura puede evocar las cosas, en vez de aisladas, vinculadas con todo lo que las rodea, es de­cir: una gran cantidad de cosas simultáneamente.
Por otro lado, la pintura es un lenguaje mucho más espontáneo y directo que el de las palabras: más cercano al grito, o a la danza. Por eso la pintura es un medio de expresión de nuestras voces interiores muchísimo más efi­caz que el de las palabras.
Se presta, lo he dicho, mucho mejor que las palabras, a traducir el pensamiento en sus distintas fases, incluidos los niveles más bajos (aquellos en los que el pensamiento está cerca de su nacimiento), los niveles subterráneos de los surgimiento mentales.
La pintura tiene sobre el lenguaje de las palabras una doble ventaja. En primer lugar, evoca los objetos con ma­yor fuerza, los aproxima más. En segundo lugar le abre más ampliamente las puertas a la danza interna del espí­ritu del pintor. Esas dos propiedades de la pintura la convierten en un maravilloso instrumento para provocar el pensamiento, o si lo prefieren, la videncia. Es también un instrumento maravilloso para exteriorizar esa vigencia y permitirnos compartirla nosotros mismos con el pintor.
Valiéndose de esos dos medios poderosos, la pintura puede iluminar el mundo con magníficos descubrimientos. Puede dotar al hombre de unos nuevos mitos y nuevas místicas y revelar, en cantidad infinita, los aspectos insos­pechados de las cosas y unos valores que ignorábamos.
Pienso que los artistas tienen con ello una tarea más apasionante que la de fabricar unos ensamblajes de for­mas y colores agradables para los ojos.

Conferencia pronunciada en inglés en el Arts Clubs de Chicago el 20 de diciembre de 1951. En español Jean Dubuffet, Escritos Sobre Arte, Barral Editores, Barcelona 1975.